Como es sabido, la persona es el sujeto de carne y hueso que tiene derechos y obligaciones, pero en el universo jurídico existen otras personas llamadas morales o jurídicas, que se conciben como la unión de personas físicas o de seres humanos, a las que el derecho otorga personalidad para que puedan actuar de buena fe, frente a terceros y de manera lícita en la consecución de un fin común determinado. Tome como ejemplo una sociedad civil o mercantil, que con una duración permanente, con base en lo establecido en la escritura constitutiva,1 realiza actos lícitos dentro de los límites que le fija el derecho.
El antecedente se encuentra en el derecho romano, al admitir que determinados entes jurídicos, denominados universitas o corpus, tuvieran derechos y obligaciones
diferentes a los característicos de las personas físicas que los integraban.
Más tarde, al parecer en la Edad Media, a esos corpus o universitas se les empieza a llamar personas ficticias, ya que simulan actuar como personas, es decir,
estas entidades realizan actos jurídicos similares a los de una persona física, sin serlo. Durante la misma época, algunos juristas (corriente nominalista) consideraron a dichas universalidades como meros nombres sin realidad auténtica, como creaciones del derecho, afirmando que el todo (universitas) no difiere de sus partes (personas físicas).
En este mismo periodo aparece otra corriente (realismo moderado) que confirma al término persona ficticia, pero puntualiza que la ficción consiste, precisamente, en llamar persona a una realidad que no lo es, ya que carece de los atributos esenciales de racionalidad, individualidad, voluntad e inteligencia propios de la persona humana.
A finales de la Edad Media surge otra postura (formalista) que propone la necesaria aprobación de la autoridad, para que esas personas ficticias tengan vida propia y puedan actuar como tales ante los demás, facultadas por el derecho.2
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